«La búsqueda de la felicidad es la principal fuente de infelicidad. La felicidad surge espontáneamente cuando dejas de buscarla y vives el momento presente tal como es.»
Eckhart Tolle
La búsqueda de la felicidad, esa búsqueda incansable y perpetua que parece guiar nuestros días, se convierte en la fuente misma de nuestra insatisfacción. Nos han enseñado a perseguir ideales, a mirar siempre hacia adelante, a construir trayectos que nos prometen alivio, paz, plenitud. Y en esa búsqueda, ignoramos lo más simple, lo más evidente: la felicidad no está en el futuro, no es una meta lejana, ni un lugar al que llegar. La felicidad o la plenitud no es un estado. La felicidad es “aquí y ahora”, la felicidad es “este momento”, la felicidad “eres tú”. También podríamos decir que la felicidad es lo que sostiene, permea y crea este momento.
Sin embargo, la mente, en su afán por controlar y proyectar un futuro ideal, crea ilusiones de trayectos hacia algún destino utópico. Nos enseña a pensar que, si logramos controlar nuestras circunstancias, alcanzaremos la felicidad. Pero en esa ilusión de alcanzar algo más allá de este instante, nos perdemos en la idea de que hay algo que arreglar o mejorar para finalmente estar en paz. Este mecanismo de la mente nos desconecta del reconocimiento de que la felicidad ya está aquí, que somos nosotros mismos en este momento.
Ilusión del Trayecto
La condición humana, en su naturaleza de buscadora incansable, construye trayectos. Creemos que cuando alcancemos cierto estado, cuando logremos tal objetivo, finalmente estaremos completos. Pero, en ese acto, negamos el presente, negamos la plenitud que ya existe en nosotros. Nos decimos: “cuando esto cambie, cuando consiga aquello, cuando logre superar esto…”. Así, tejemos un trayecto ilusorio que nos promete algo mejor. Sin embargo, esa promesa no es más que una sombra, un espejismo en el desierto. La paz que buscamos no está en el futuro, sino aquí mismo, en el reconocimiento de que este momento es suficiente.
La ilusión del trayecto se manifiesta en cada aspecto de nuestra vida: en nuestras relaciones, en nuestras carreras, en nuestra búsqueda de bienestar físico y emocional. Creemos que hay algo que necesitamos alcanzar para ser completos, pero esa creencia es la que perpetúa nuestra insatisfacción. Nos mantenemos atrapados en la ilusión de que la felicidad es algo a lo que llegamos después de haber recorrido un trayecto. Sin embargo, la búsqueda misma niega la felicidad que ya somos. Mientras persigamos un destino fuera de este instante, estaremos condenados a la insatisfacción perpetua.
El Mito de la Huida
En nuestra cultura, la incomodidad es vista como algo que debe ser evitado a toda costa. Aprendemos a huir del malestar, a corregir rápidamente cualquier emoción o circunstancia desagradable. Este condicionamiento nos lleva a una constante búsqueda de soluciones, a un intento perpetuo de cambiar nuestra experiencia para que sea más cómoda o “agradable”. Creemos que, si logramos escapar de lo que nos molesta, finalmente estaremos en paz. Pero la realidad es que no hay escapatoria de este momento. Cualquier intento de huir del presente -de lo que ES- es, en sí mismo, la negación de la vida, la negación de uno mismo .
La huida no solo es inútil, sino que perpetúa nuestro sufrimiento. Cada vez que intentamos evitar una emoción o situación incómoda, reforzamos la creencia de que hay algo malo en este momento, algo que debe ser corregido. Esta actitud nos coloca en una posición de constante resistencia, siempre en guerra con la realidad tal como es. En lugar de aceptar el malestar como una parte natural de este momento y de la experiencia humana, nos embarcamos en un trayecto ilusorio que promete alivio, pero que nunca cumple, porque la oposición a lo que es, deviene inmediatamente en sufirmiento. No hay futuro perfecto al que podamos escapar, porque el futuro no existe sino como proyección mental. Lo único real es este momento.
Resistencia: El Núcleo del Sufrimiento
El sufrimiento humano surge de una fuente principal: la búsqueda y la resistencia a lo que es. Cuando nos encontramos con situaciones que no se alinean con nuestras expectativas, la primera reacción es resistir. Esa resistencia es, en sí misma, la causa de nuestro sufrimiento. No es la situación en sí la que nos produce dolor, sino nuestra negativa a aceptarla tal como es. En esa lucha por cambiar lo que es, creamos fricción, y esa fricción es lo que nos mantiene atrapados en el ciclo de la insatisfacción.
La resistencia se manifiesta en nuestra insistencia en que la vida debería ser de una manera distinta a la que es. Pensamos que hay algo que debe ser cambiado, algo que debe ser añadido o eliminado para que finalmente podamos descansar en paz. Pero esta lucha contra la realidad no solo es inútil, sino que es la raíz misma de nuestra insatisfacción. La vida es un flujo continuo de experiencias, y cuando intentamos controlar ese flujo, cuando intentamos fijar la vida en un estado ideal, nos desconectamos de la paz que ya somos y que está presente en el momento.
Aceptar lo que es no significa resignarse a una vida de sufrimiento, sino soltar la necesidad de controlar cada aspecto de nuestra experiencia. Al dejar de resistir, nos alineamos con la naturaleza cambiante de la vida, y en esa alineación encontramos con la paz incausada… con una paz que no depende de las circunstancias.
La Falsa Promesa del Futuro
El futuro, tal como lo concebimos, no es solo una ilusión porque creemos que todo estará resuelto en él; la ilusión más fundamental es que el futuro, como realidad última, no existe. El tiempo, como experiencia, aparece porque los objetos, al ser limitados y tener cualidades definidas, surgen y se disuelven en una secuencia temporal. Los objetos tienen duración, ubicación, están sujetos a cambio. Sin embargo, aquello que conoce las experiencias y los objetos—la consciencia que los conoce —no está atrapado en el tiempo, ni tiene lugar. Esa consciencia, o realidad esencial, trasciende el tiempo. Es eterna, fuera del tiempo.
Vivimos siempre en el presente, en un ahora sin tiempo, aunque las experiencias parecen desplegarse en una línea temporal. Esta es la naturaleza de la ilusión: los objetos y eventos aparecen en el tiempo, pero la realidad última, la que conoce estas experiencias, no pertenece al tiempo. La mente, sin embargo, se aferra a la idea de que en algún momento del futuro todo estará en su lugar. Esta creencia nos mantiene atrapados en una búsqueda perpetua, siempre proyectándonos hacia adelante. Pero el futuro nunca llega, porque nunca es más que una proyección mental. La verdadera paz no se encuentra en un futuro imaginado, sino en la aceptación radical de este instante presente, el único lugar donde la realidad eterna se revela.
Soltar la falsa promesa del futuro no implica negar el tiempo como experiencia, sino comprender que no es la realidad esencial. Implica reconocer que no necesitamos que nada sea diferente para estar en paz, porque la plenitud y la eternidad ya están aquí, en la esencia de lo que somos, esperando ser reconocidas en el presente.
Soltar: El Camino a la Plenitud
Soltar no es un acto, ni una decisión que se toma, ni un esfuerzo que se realiza. En realidad, no hay nada ni nadie que pueda soltar. Tú eres la vida que intentas soltar, eres el río que intentas cruzar. Soltar es, simplemente, el reconocimiento de que no hay separación entre tú y la vida. No es un «hacer», porque no hay «hacedor». Es un movimiento natural de la vida, un flujo que ocurre cuando dejamos de oponernos a lo que ya es.
No hay nada que controlar, nada que aceptar, porque incluso la aceptación implicaría un «aceptador», alguien que realiza la acción. Pero no hay tal persona, no hay tal entidad separada que pueda o deba aceptar. Todo es parte del movimiento de la vida, fluyendo en perfecta coherencia con el reconocimiento que tienes de tu verdadera naturaleza.
Soltar, entonces, no implica cambiar tus circunstancias ni ajustar tus expectativas. No se trata de modificar la realidad o de adoptar una nueva actitud. Es más bien el cese de la resistencia, la disolución del intento de controlar o cambiar lo que ya es. Es ver con claridad que la vida se despliega por sí misma y que cualquier intento de cambiarla es ilusorio.
En este reconocimiento, surge una profunda paz, no porque hayamos «hecho» algo, sino porque hemos dejado de luchar contra lo que ya somos. No hay nada que cambiar, nada que arreglar, porque la plenitud no está en el futuro ni en nuestras circunstancias. Está aquí, en el reconocimiento de que la vida, tal como es, ya es completa. Y esa plenitud no se encuentra al final de un trayecto imaginario, sino en el simple hecho de ser, en la quietud de la vida que se despliega momento a momento.
La Unidad de lo que Es
La vida no está dividida en partes separadas; no hay un «yo» y «lo otro», no hay un observador y lo observado. Todo es un flujo continuo, una expresión indivisible de la vida. La ilusión de separación nos hace creer que hay un «yo» individual separado de la totalidad, pero en realidad, solo hay vida desplegándose, sin un hacedor que la controle. Cuando esta ilusión se desvanece, empezamos a reconocer la vida tal como es: una totalidad unificada. No hay nada fuera de nosotros, porque somos esa totalidad. Somos la vida misma en su esencia más pura.
La unidad de lo que es no requiere esfuerzo. No es algo que debamos alcanzar o crear, porque ya está presente, siempre ha estado aquí. La vida es completa en este mismo instante, y nosotros no somos una parte de esa vida; somos la vida misma. No hay nada que añadir ni que quitar, porque lo que somos no está fragmentado. La paz, la plenitud y la felicidad que buscamos no están fuera de nosotros, ni son algo que debamos encontrar. Son intrínsecas a nuestra verdadera naturaleza.
Al dejar de identificarnos con la ilusión de separación, descubrimos que siempre hemos estado en casa. Nunca ha habido un viaje que recorrer, ni un destino que alcanzar. Como dice Hafiz: «Tu separación de Dios es el trabajo más difícil del mundo». Este esfuerzo de sentirnos separados es lo que perpetúa nuestra búsqueda. En el reconocimiento de la unidad, todo esfuerzo cesa, porque no hay separación entre el buscador y lo buscado. La paz emerge naturalmente, no como algo que hay que lograr, sino como la expresión espontánea de la vida que somos.
La Danza de la Impermanencia
La vida es cambio constante, un flujo interminable donde cada momento, ya sea de alegría, tristeza, plenitud o vacío, es efímero. Nada permanece igual, porque esa es la naturaleza de la vida. Nos aferramos a las experiencias placenteras y rechazamos las incómodas, pero en ese afán de controlar lo que sentimos, ignoramos la impermanencia que subyace en todo lo que vivimos. NO hay nada fijo en la experiencia, aunque hay constancia en aquello que conoce lo impermanente. La verdadera libertad no surge del intento de fijar la vida en un estado permanente, sino del reconocimiento y de la apertura a lo que es, tal como es.
Cada emoción, cada experiencia, es como una ola que se levanta y se disuelve en el vasto océano de nuestra consciencia. Aparece, se mueve y finalmente desaparece. Comprender profundamente esta danza de la impermanencia nos libera del miedo a perder lo que tenemos o a no alcanzar lo que deseamos. No hay nada que aferrarse, porque todo fluye y cambia. En ese reconocimiento, nos convertimos en testigos y participantes activos de la vida misma, sin resistencia, sin apego. Aceptamos cada movimiento, cada transformación, con apertura y presencia, porque sabemos que la esencia de la vida no está en lo que cambia, sino en lo que siempre está.
Epílogo
Al final de este recorrido, lo que parecía un trayecto hacia un lugar o un estado ideal se revela como una ilusión creada por la mente. La felicidad y la plenitud no son algo que se alcanza al final de un camino, ni dependen de que nuestras circunstancias sean diferentes. Están siempre presentes, esperando ser reconocidas en el simple reconocimiento de lo que ya es.
Soltar el control, dejar de resistir, no implica renunciar a la mejora ni a la evolución, porque no hay nada que deba ser «mejorado» en un sentido final. Es una apertura natural a la vida tal como es, sin el esfuerzo de oponerse o querer cambiarla. Es en esta apertura donde encontramos la verdadera libertad. La vida es un flujo continuo, un proceso de cambio y transformación. No es algo que debamos controlar, ni algo que pueda ser controlado. No hay un hacedor detrás de ese control. Solo hay vida, y aprender a vivirla momento a momento es reconocer que siempre hemos sido parte de ese flujo.
La verdadera plenitud no está en el futuro, ni en un destino lejano. Está aquí, ahora, en la unidad de todo lo que es. Cuando dejamos de buscar fuera de nosotros, cuando dejamos de proyectarnos en un futuro imaginado, descubrimos que siempre hemos estado en casa. Este instante, tal como es, ya es suficiente. En este instante, somos completos. La vida, en su constante danza, en su impermanencia, nos muestra su eterna plenitud.