La cesación de los tambores de guerra
Conócete a ti mismo como el ver, no como el que ve y te reconocerás en todas partes. Rupert Spira
Sapiosexual, demisexual, polisexual, pansexual, queer, binario, intersexual, transgénero…por citar algunas de las acepciones actuales, apuntan hacia la actual distinción de sexo, género e identidad de género sentando las bases para una convivencia más inclusiva, justa y libre de la sociedad.
La determinación de identidad, género y sexo no concluye aquí, sino que es fluida, mediando los correspondientes pronombres que aspiran, en cada momento, señalar la identidad preferida, esperada o requerida del interlocutor en función del contexto o situación.
Evidentemente, con el discurrir del tiempo, la libertad de expresión ha ido en aumento -al menos en gran parte del mundo occidental- creando una sociedad más inclusiva, equitativa y libre. Hace no tanto tiempo, se socavaban libertades y derechos de determinados colectivos (mujeres, homosexuales, niños, personas de color, determinadas etnias, etc.), algo que, a estas alturas en nuestro contexto occidental parece inverosímil. No obstante, aun cuando haya habido avances claros, es absolutamente necesario seguir abriendo brecha allí donde se oprima la libre y legítima expresión de cualquier ser humano (y, por extensión, cualquier ser vivo).
La sombra
No obstante, al margen de la evolución positiva de nuestras libertadas sociales y personales y en particular en el contexto de género, debemos indagar la sombra de este fenómeno. Por supuesto que es vital como humanidad conquistar nuevas libertades para todos los seres que habitan este maravilloso planeta, pero las libertades externas no son condición suficiente para alcanzar la libertad interna.
Tal vez, bajo determinadas condiciones o premisas, la reclamación de una mayor libertad como resultado de reivindicar una determinada identidad puesta en el cuerpo (sexo, genero e identidad de género -afirmando o negando- son, esencialmente, atribuciones corporales), resulta en mayor esclavitud y sufrimiento.
Tal vez, bajo determinadas condiciones o premisas, la necesidad de definición identitaria con etiquetas cada vez más precisas, resulte en el fortalecimiento de una imagen-identidad que va oscureciendo la esencia de la identidad real.
Tal vez, bajo determinadas condiciones o premisas, más que estar en paz, estemos, cada vez más, en guerra con nosotros mismos, y, por ende, con el mundo.
Y así vamos avanzando hacia una sociedad, muchas veces crispada y polarizada, donde redoblan los tambores de guerra porque sus individuos no encuentran el acomodo definitivo en su mundo y desatan sus particulares contiendas para tratar de conquistar la paz, la felicidad y la libertad anhelada. En general, los individuos sienten que hay una falta existencial de fondo que tiene que ser colmada para experimentar una paz o plenitud más duradera.
El “otro camino”
En mi profesión de facilitador en procesos de transformación personales y organizativos he visto un surgir, cada vez mayor, de adolescentes quienes en su viaje hacia su identidad personal –ese viaje a Ítaca, que simboliza la búsqueda fundamental del joven- tratan de encontrar su expresión real o total, precisamente, en este ámbito: en la definición certera y rigurosa de sexo, género o identidad de género. Esta búsqueda está fundamentada en una premisa muy clara: suponer que la identidad está ubicada en el binomio cuerpo-mente. Esta es la gran confusión del paradigma materialista y que condiciona todo nuestro modelo vital-existencial.
Así, adolescentes (y no tan adolescentes) buscan el grial del bienestar bajo una (implícita) fórmula: “Cuando encuentre mi “identidad corporal”, estaré en paz”.
Lo que sucede es que la paz, la plenitud y la libertad no se hallan en los dominios del cuerpo o de la mente. Eso no significa que alguien deba cambiar o deje de cambiar de sexo, género o identidad o que se defina de la manera que desee. En absoluto. Esa no es la cuestión de fondo.
El “problema” no es la definición en sí. El problema es la identidad (real) puesta en esa definición. La confusión deriva del hecho de pensar que soy aquello que pienso. Porque la identidad real no puede ser definida por ningún concepto, ya que carece de cualidades objetivas. La identidad real es, más bien, aquello que crea, contiene y experiencia todo lo creado. La identidad real es el conocer de todo lo conocido. La identidad real no es territorio cerrado de ninguna etiqueta sino espacio abierto que contiene todo lo que es.
Pretender encontrar la paz o la seguridad innata identificándose con la limitación de un concepto llevará, antes o después, al sufrimiento. Este mecanismo de la identidad puesta en el concepto es igualmente reconocible en la necesidad de identificación de individuos con clases sociales, grupos políticos, nacionalidades o equipos de fútbol.
Auto-indagación
¿Cómo podemos avanzar? Simplemente con la experiencia directa: con la auto-indagación de nuestra identidad REAL con dos preguntas clave:
¿Quién soy yo? ¿Qué es la felicidad?
Las respuestas a estas dos preguntas nos sitúan en nuestra experiencia directa, atravesando los condicionamientos propios de aprendizajes e introyectos familiares, sociales y culturales. La experiencia o discernimiento directo resitúa la búsqueda y nos libera de la tensión de tratar de encontrar lo que no hay donde no está. Nos libera de la ilusión de tratar de encontrar el bienestar, la paz y la plenitud en una acertada definición sexual o de género.
Así, al no condicionar la búsqueda al encuentro de paz, plenitud o felicidad, podemos abrirnos con curiosidad, esto es, con nuestra sabiduría innata, al encuentro de respuestas que surjan, no desde la (aparente) carencia, sino desde la (real) plenitud que (ya) somos. Desde ese “otro lugar”, desde la totalidad que (ya) somos, desde el amor que (ya) somos, tomemos la decisión que tomemos, estaremos en paz. La situación dejará de ser dolorosa y dejará de ser “un problema que requiera solución” para “transformarse” en expresión plena de “lo que es”. Ya no hay carga existencial sostenida por un relato superpuesto, ni tanta fricción con la realidad, sino vivencia real de “lo que es”.
¿Quién soy yo?
El fondo del asunto del género es la búsqueda de la identidad. El joven (y también el adulto) necesita reconocerse en “quien es”. Por eso no es de extrañar que los llamados “problemas de género” comiencen a menudo en la adolescencia, que es cuando se inicia, como decían los griegos, el camino de búsqueda de “la verdad”.
Pero ¿quiénes somos? Quienes somos es “lo que esencialmente somos”. Es simple, pero no es evidente porque las capas de nuestro condicionamiento familiar, social y cultural velan lo real. Para llegar a determinar “quienes somos” tan sólo tenemos que hacer la (auto)indagación correcta. Tal y como enseñaron Ramana Maharshi o Nissargadatta Maharaj, a lo esencial se llega por la vía negativa (neti-neti): desechando lo que no es, se llega a lo que es.
¿Eso que esencialmente eres, cambia, aparece y desaparece? No, no es transitorio. Por lo tanto, quien esencialmente eres es permanente y está siempre presente de forma continua.
¿Eso que esencialmente eres, tiene forma? No, no tiene un límite o frontera. Por lo tanto, quien esencialmente eres, es infinito.
¿Eso que esencialmente eres tiene edad? No, no tiene tiempo. Por tanto, quien esencialmente eres, es eterno.
¿Eso que esencialmente eres tiene género? No, no tiene género. Por lo tanto, quien esencialmente eres, es ninguno o es todos los géneros.
El vacío
Si pausamos la inercia de nuestro condicionamiento y tomamos el tiempo para realizar esta auto-indagación, llegamos al centro inefable de nuestra existencia. Llegamos al reconocimiento del pleno vacío que somos. Llegamos al Ain_Soph Aur de la cábala, al Brahmán de los hindúes, al eterno presente del budismo. Y no “llegamos”, porque no se puede llegar a lo que siempre está. Es más bien un reconocimiento que disuelve las limitaciones ilusorias de la mente.
El reconocimiento de “lo que es”, disuelve nuestra (falsa) identidad. No hay nada más intenso y aterrador que “perder” nuestra (falsa) identidad y no hay nada más liberador que “perder” nuestra (falsa) identidad.
Cuando nos damos cuenta de que no hay, ni ha habido nunca, personaje, más que como actividad de la mente, nuestra identidad percibida vuelve a retornar a una posición más real. En ese momento deja de haber “alguien” que ve, deja de haber “alguien” que piensa, deja de haber “alguien” que siente, deja de haber “alguien” que percibe. Ya no hay “sapiosexual”, “demisexual”, “polisexual”, “pansexual”, “queer”, “binario”, “intersexual”, “transgénero” … Todo ello tan sólo son conceptos. Sólo hay acción (libre de moral y de juicio) tomando una forma determinada en el infinito creativo. Todo es acción. Todo es ver, pensar, sentir percibir; todo es puro acontecer como expresión de la vida que somos.
Y (re)conociéndonos como el ver, no como el que ve, nos (re)conocemos en todas partes. Ya no hay necesidad de “necesitar ser”, porque uno se (re)conoce siendo. Ya no hay necesidad de “construir” y defender una identidad porque ya somos. Reconocemos profundamente que no hay nada que pueda ser restado o tenga que ser añadido a lo que ya somos. Somos, en cada momento, la expresión del TODO tomando esta forma.
Libertad
El dilema de la inclusión de la identidad o diversidad que plantea la sociedad y las organizaciones puede tomar dos caminos o estrategias opuestas:
1.- La inclusión de lo diverso, transitorio y cambiante
2.- la inclusión o reconocimiento de la unidad o lo permanente
Si seguimos la primera vía, en algún momento nos daremos cuenta de que establecer nuestra propia identidad y seguridad en algo que aparece, evoluciona, cambia y desaparece es, precisamente, causa de infelicidad y evitaremos constantemente, lo que, de fondo, perseguimos. Con más división, enfocando cada vez más en la diferencia, jamás llegaremos a la unidad.
La segunda vía reconoce aquello que es plenamente compartido, indivisible, inmutable, eterno e infinito: la consciencia como expresión de todo lo que es. O, dicho de otro modo, la unidad expresándose en la diversidad; el TODO reflejándose en cada PARTE. Es el reconocimiento pleno de la unidad.
El joven (o adulto) que busca su identidad (aunque no lo nombre de esta manera) se bate, por tanto, entre dos opciones existenciales: seguir alimentando la sombra y las etiquetas corporales para tratar de encontrar la paz duradera con la(s) “etiqueta(s) definitiva(s)” o reconocer lo que no es, para que la luz de la verdad, su experiencia directa, permita que emerja lo eternamente anhelado: lo que es. La verdad. Presencia. Amor. YO.
Solo entonces, cuando lo REAL (o esencial) haya sido (re)conocido, cesarán los tambores de guerra. Y retornará la paz.