Duda de Todo. Encuentra tu propia luz. (Buda Gautama)
Síntoma
Desde hace ya un tiempo venimos sufriendo en nuestro cotidiano los avatares políticos, sociales, sanitarios y económicos derivados de la pandemia que nos azota. El temporal descarga con cada vez mayor furia sobre familiares, amigos y conocidos desencadenando problemas de salud, económicos, laborales y empresariales. Y la tempestad no amaina ni se detiene y el impacto psicológico derivado del aislamiento, el miedo y la incertidumbre resulta en una creciente sensación de inestabilidad vital y una extraña sensación de atrapamiento en un mundo que parece someternos.
La OMS ya avisa de que el \\\»sufrimiento inmenso\\\» causado por la covid-19 tendrá devastadoras consecuencias en la salud mental. Nadie escapa al impacto de esta crisis cuyas consecuencias psicológicas se sitúan en niveles similares a las de una zona en conflicto. Así se ha detectado un incremento de la prevalencia de la angustia, de por ejemplo un 35% en China, un 60% en Irán o un 40% en Estados Unidos, tres de los países más afectados por la pandemia, que ha provocado ya más de 285.000 muertos e infectado a más de cuatro millones personas en el mundo.
Aunque la OMS todavía no dispone de cifras sobre tendencias mundiales, está siguiendo la información que se está dando en varios países sobre un aumento de intentos de suicidio o abuso de sustancias, recuerda que es algo que se dio tras la crisis económica de 2008 y alerta que \\\»podríamos ver algo así en los próximos meses\\\».
Ante esto ¿qué podemos hacer? Y es precisamente la pregunta la que señala en una dirección sin solución de continuidad, porque no se trata de “hacer” sino de “comprender”. Comprender como funciona nuestra experiencia vital, comprender, en última instancia, quienes somos.
Primera deconstrucción del malestar
El núcleo de tanto malestar psicológico es evidente: el miedo.
Sabemos que la amígdala situada en el lóbulo temporal de los mamíferos representa el principal núcleo de control de las emociones básicas, como el miedo, la rabia o el instinto de supervivencia. Esta estructura funciona como un “centro de mandos” de las emociones, siendo un núcleo de control en el que los sentimientos se vinculan a un patrón de respuesta determinado.
De este modo, por ejemplo, cuando nuestra vista percibe algo que considera un peligro sentimos miedo. Y es la amígdala la que vincula esa emoción de miedo con una respuesta de huida (o ataque). Por lo tanto, es la amígdala la que permite que, gracias a una interacción muy rápida con el sistema nervioso periférico y el sistema endocrino, podamos escapar de situaciones de peligro.
Esto en si es bastante útil pero cuando el peligro no es real y es percibido, la amígdala sigue cumpliendo ciegamente su función cerrando el acceso a las capacidades neocorticales (creatividad, lógica, visión, proyección, etc) para activar plenamente la defensa o el ataque. Cuando esta en peligro nuestra integridad física, nuestro estatus (aquello que tememos perder) o nuestra pertenencia a un colectivo o vínculo a una persona, la amígdala activa el “modo supervivencia”. Este sistema incita a las glándulas suprarrenales, ubicadas encima de los riñones, a liberar una oleada de hormonas, entre ellas, la adrenalina y el cortisol.
La activación a largo plazo del sistema de respuesta al estrés y la sobreexposición al cortisol pueden interrumpir muchos procesos del cuerpo. Esto incrementa el riesgo de padecer problemas de salud, tales como ansiedad, depresión, problemas digestivos, dolores de cabeza, cardiopatías, problemas de sueño, aumento de peso, deterioro de la memoria y la concentración.
Por lo tanto, (re)conocer el funcionamiento del cerebro nos permite enfrentar con más desapego y libertad aquello que nos sucede, ante todo, en las respuestas a escenarios percibidos e imaginarios. Como dice el libro tibetano los muertos: reconocer es liberación. (Re)conocer lo que nos pasa, volver a conocer lo que sucede nos libera. Recorrer lo que nos pasa con una comprensión de la maquinaria que procesa nos da libertad. Cuanto más reconocemos o comprendemos lo que sucede internamente y en nuestra relación con el mundo, menor activación automática de la amígdala y del correspondiente mecanismo de supervivencia, y, por lo tanto, mayor claridad mental se va a desplegar. La mente se aquieta. Y una mayor claridad, un mayor silencio interno, deriva en mayor presencia y mayor bienestar.
La escalera de la comprensión de la realidad
Demos un paso más.
El desarrollo de la comprensión de la realidad se puede esquematizar en cuatro estadios tal y como describí en un artículo anterior: la realidad objetiva, la realidad subjetiva, la realidad construida y la realidad ilusoria. La comprensión de cada nivel consecutivo nos acerca, respectivamente, a una mayor comprensión de la realidad y por tanto a una mayor y más precisa comprensión de nuestra experiencia vital en cada instante.
Comprender como funciona el cerebro está situado en la zona inferior del mapa, en la realidad objetiva. Cuanto más nos movemos hacia arriba en el esquema, cuanto más comprendemos la sutilidad de la experiencia, más vamos ganado en confianza y más se va estabilizando nuestra experiencia vital. No hay nada más poderoso que acercarse “a lo que es”: Encuentra la verdad y la verdad te hará libre.
Los niveles 1-3 son todos ellos niveles que se basan en creencias, conceptos y supuestos a partir de los cuales se elabora una teoría del mundo. Evidentemente las hipótesis de cada nivel se van sofisticando y parecen cada vez más apropiados para explicar la realidad.
La salida del mundo de los conceptos y creencias es la duda, la curiosidad y la honestidad: duda de todo y encuentra tu propia luz (Buda Gautama).
La realidad ilusoria
El recorrido por ese mapa de los 4 niveles que realizo en mis talleres aterriza con contundencia en la última fase, en la cual observamos la experiencia directa de lo que sucede. A eso lo llamamos la vía directa o el camino sin camino. Aparcamos (y cuestionamos) todo lo aprendido, todos los conceptos y creencias, y observamos este momento tal y como es: este momento, cada momento, está hecho de una sola sustancia (Advaita). De la misma sustancia.
Cuando observamos, por ejemplo, las emociones que nos invaden comprendemos que ese sentir no es otra cosa que una intermitencia que está hecho de nosotros, aparece en nosotros y es percibido por nosotros. Una emoción no viene de “otro lugar” (aunque podemos desarrollar un montón de teorías y creencias sobre ello), ni interno ni externo. Una emoción es una manifestación parcial de nosotros mismos en un instante y percibido en nosotros como totalidad de este momento.
Nos perdemos cuando nos identificamos con los pensamientos y emociones que van apareciendo y nos dejamos arrastrar por ellas. Y no es cuestión de pararlas ni de cambiarlas, sino simplemente dirigir la atención a la comprensión de este momento. Que es lo mismo a dirigir la atención a la pregunta que todos los sabios de todos los tiempos indicaron y nos indican: ¿quién soy yo?
La atención y el discernimiento son el baluarte de nuestro libre albedrio; aquello que nos permite iniciar o frenar cualquier movimiento. Lo que permite volvernos con curiosidad hacia la manifestación de este momento, hacia la manifestación de nosotros mismos.
El origen del malestar
Nuestra inseguridad y perturbaciones se activan cuando por nuestro condicionamiento, inocentemente, nos identificamos con el personaje que creemos ser (también llamado ego). Al identificamos con ese personaje separado, incompleto y carente, surge inmediatamente la necesidad de protegerlo, desarrollarlo e incluso convertirlo en mejor persona.
Pasamos por alto el hecho de que nos estamos identificando con una quimera, una mera contracción ilusoria en el tiempo de quienes en esencia somos. Nos estamos identificando, literalmente, con “NADA”. Nos identificamos con una actividad de la mente girando vagamente en torno a un punto de vista continuamente cambiante. Esa parcialidad que se manifiesta en un instante determinado toma el punto de vista del TODO que somos. Y, precisamente, esa identificación con ese particular punto de vista deviene en sufrimiento.
Por lo tanto, no sólo es cuestión de no identificarte con lo que piensas o lo que sientes sino deconstruir, además, al pensador. El pensador no es más que un conglomerado de pensamientos-sentimientos hechos de ti, apareciendo en ti y percibidos por ti en un instante.
Hay un \\\»lugar\\\» más allá del pensador, más allá de la mente, que genera, contiene, percibe y conoce TODO; aquello a lo que llamamos Consciencia. Aquello que aparece en ti y que puedes reconocer en el silencio profundo más allá del límite de toda experiencia fenomenológica. Esa Consciencia infinita y autoconsciente es el campo ilimitado, abierto y vacío en el que aparece toda experiencia, con el que se conoce toda experiencia y del cual se hace toda experiencia. Ese campo eres TU.
La gran solución
En la medida en que reconoces que no eres el conjunto de creencias, pensamientos y sensaciones que creías ser, tu identidad retorna a su verdadera posición y la vida se da cada vez más desde otro “sitio”. Retorna a un bienestar innato, un bienestar impersonal que algunos llaman paz, plenitud o libertad. Un \\\»lugar\\\» en el que la carencia, el conflicto o la experiencia de limitación dejan de tener tanto peso porque simplemente aparecen y desaparecen en el insondable espacio de tu Consciencia. Un lugar en el que los miedos, los tormentos, tormentas y las inseguridades se disuelven como las olas que aparecen, crecen y desaparecen en la inmensidad del mar.